Memorias de León
A los 500
años de la tradicionalmente gallarda,
como le
llamó el comandante Carlos Fonseca,
ciudad de León.
Lenin
Fisher
León
era, a finales de la década de 1920 e inicios de 1930, de acuerdo a Cruz (2010), a quien cito textualmente:
“…un
pueblo algo grande, de calles empedradas e iglesias. El calor era intenso y las
tormentas causaban pavor a los niños. Las madres hacían cruces de cenizas en el
piso y rodeadas de sus pequeños rezaban el rosario. Con cortos intervalos el
resplandor del relámpago seguido por el estruendo del trueno interrumpían los
rezos y eran motivos de comentario. ¿Oyeron qué cerca? Debe haber caído en la
torre de la iglesia la Recolección. Recios aguaceros y vendavales solían
inundar las calles en cuyas corrientes los muchachos (…cipotes) jugaban con sus
barquitos de papel o los vadeaban con zancos.” (p. 187).
“Los
coches para pasajeros tirados por caballos constituían el grueso del tráfico.
Los automóviles eran pocos. Comunes eran los jinetes prósperos: hacendados,
médicos y ciertos sacerdotes. Otros jinetes más modestos eran pequeños
agricultores, mandadores de fincas y lecheros (...) en León circulaban carretas
de bueyes, carretones tirados tanto por caballos como a mano.” (p. 187).
“La
presencia de los infantes de marina estadounidenses era notable. Ya fuera al
mando de auxiliares nacionales de la G.N. [Guardia Nacional] en marcha hacia la
zona caliente, o haciendo vida social en la refresquería [del Capi] Prío. Una
mañana se escuchó un gran ruido que llenó de curiosidad a muchos habitantes que
nunca habían visto tractores para trabajos de caminos. El roce de las orugas
contra el empedrado explicaba el escandaloso ruido. Los marines daban, sin intención, una demostración del progreso
tecnológico en el hemisferio norte a atrasados nativos del trópico.” (p. 187-188).
Recuerda
Cruz (2010) que en esos años de la ocupación militar yanqui, durante la guerra
de Sandino, en León circulaba legal y libremente el dólar, incluyendo monedas
de pequeña denominación (dime, nickel y
penny), debido a que existía
una estricta paridad del córdoba con el dólar.
En
León fue que por primera vez Cruz escuchó la palabra bandolero; término con el cual
los yanquis, la Guardia Nacional y la oligarquía se refería a Sandino y su ejército guerrillero. En el cine de repente se escuchaba un grito que decía: don Virgilio, don Virgilio, dice la niña
Licha que se vayan ya a la casa porque dicen que los bandoleros están en
Telica. Por otra parte, en el barrio San Juan, una noche, se escuchó un fuerte
grito: ¡Viva Sandino! Las puertas
fueron cerradas y las mujeres rezaron diciendo: ¡Santo Dios, santo fuerte, líbranos de todo mal! Al día siguiente
se supo que quien había gritado era el estudiante Nicolás Arrieta, según Cruz (2010).
Según
Cruz (2010), en una ocasión, a inicios de la década de 1930, en la ciudad de
León, los clientes de una barbería situada en la esquina opuesta a la iglesia de
la Recolección, vieron como un hombre
castigaba a otro, dándole latigazos. El látigo corto era llamado tajona y
estaba reforzado con trozos de metal, plomo. La víctima sangraba de la cara, su
camisa estaba destrozada y no podía escaparse porque estaba acorralado contra
la pared del almacén llamado la Providencia. La gente alrededor solo observaba,
conmovida e inerme. El victimario y la víctima eran gente común, no
acaudalados.
En
otra oportunidad Cruz (2010) relata que un grupo de chavalos vieron que había
una vela, en el salón principal de una casa elegante, propiedad de una familia
aristocrática, oligárquica, en el barrio San Juan. La razón era que un hombre de
apellido Lacayo había matado a otro hombre de apellido Gurdián. La gente decía:
Es…Gurdián, dicen que lo tiró…Lacayo.
De
esa manera Cruz (2010), describe la
violencia en León, tanto en la gente pobre como de alta sociedad.
Según
Cruz (2010), en León vio por primera vez que un niño vende tortillas entrara a
una casa y pidiera dinero porque las tortillas se habían mojado con la lluvia
al caer en un charco; y más tarde, ese mismo niño, estaba haciendo el mismo
truco en otra casa.
Visitaban
León cada cierto los circos Dumbar y Ataide, que traían payasos, bailarinas,
elefantes, monos, cebras, etc., de acuerdo a Cruz (2010).
Otro
elemento extranjero y más intrigante que los soldados yanquis eran, según Cruz
(2010), y cito textualmente:
“…los
húngaros. Se trataba de gitanos que procedían de Europa Central. Vestían en
forma muy novedosa, colores subidos; los hombres, amarrada la frente; las
mujeres cubiertas por pañuelos; [y] ambos sexos, grandes aretes. Estos
extravagantes personajes cobraban por “leer la suerte”. Los húngaros,
transeúntes después de todo, se hospedaron en el barrio de la Estación. Allí
estaba lo que podría llamarse zona de tolerancia. A espaldas de sus padres, los
cipotes la incursionaban para ir a asomarse en las ventanas de barrotes de
casas prohibidas y ver bailar a “hombres del centro” con “mujeres malas.” (p.
188).
“No
toda la gente del barrio de la Estación era de mala reputación. La mayoría eran
familias correctas de modestos ingresos. Allí vivía el maestro Nilo, un viejito
costarricense que daba clases en el colegio del padre Zapata. Tenía la vocación
de preparar alumnos para recibir la primera comunión.” (p. 188).
En
cuanto a la educación primaria, en León, recuerda Cruz (2010), lo siguiente:
“Nuestra
madre nos matriculó a mi hermano mayor y a mí en el colegio de la niña Juanita
Pinell. Este centro mixto de educación dirigido por esa prestigiosa matrona de
la Calle Real, frente a una iglesia, era excelente. En una esquina del aula de
primer grado se encontraba una rueda de banquillos separada por una cortina
negra. Decían que ahí celebraba sus sesiones espiritistas el maestro Paguaga,
esposo de la niña Juanita. En esos años estuvieron de moda los médicos
invisibles.” (p. 188-189).
Una
placa conmemorativa, en homenaje a Juanita Pinell y el maestro Paguaga, se
puede leer todavía en el frontispicio de una casa colonial situada en el barrio
el Sagrario, de la Casa de Salud Debayle media cuadra al este.
El
leonés sufre del síndrome de “ser hombre que no se raja”, el cual es muy fuerte en
la idiosincrasia local. La disposición al duelo figura hasta en las
diversiones, según Cruz (2010). Un ejemplo, es el juego de las lechuzas (llamados
barriletes en Managua y otras partes) y cito textualmente al autor:
“Algunas
del tamaño de un hombre de regular estatura y hechas de tela. Para elevarlas recurren
a cuerdas de cáñamo, en la cola van prendidas cuchillas filosas. Son para el
combate. Cualquier tarde, durante los meses secos y ventosos tienen lugar encuentros
entre barrios. La idea es derribar a golpes de cola el lechuzón del
contrincante; tal es el objeto de “ennavajarlos”, igual que si fuera pelea de
gallos.” (p. 189-190).
En
cuanto a Sutiaba, Cruz (2010), recuerda:
“Todos
los días, niños poblanos hacen descubrimientos en la metrópolis. El último de estos,
ver a indios que fue aldea precolombina, Sutiaba. Se sienten confundidos de que
estos indios no sean Pieles Rojas. Si son igualitos a nosotros [dicen los
niños].” (p.191).
Además,
Cruz (2010), apunta:
“Algunos
nicaragüenses de mi generación, al visitar España pueden encontrar en algunos
pueblos al sur de la península ibérica algo del sabor de León de Nicaragua, de
su niñez. La catedral con su tumba del más ilustre leonés, nacido [por obra del
azar], en un pueblecito de provincia, resguardada por un león; las casonas,
monjas, hermanas de la caridad, novicios del sacerdocio y [estudiantes] universitarios.
Y hasta un fortín. En ese León donde se juntan la mística religiosa con el afán
intelectual, sus habitantes han grabado [en latín] una gran verdad en la puerta
del cementerio [de Guadalupe]: La muerte nos hace iguales.” (p. 191-192).
Viajar
en tren, significaba disfrutar sobre rieles, un desfile de estampas de la vida
en Nicaragua, de acuerdo a Cruz (2010):
“…el
Ferrocarril del Pacífico de Nicaragua, con el complemento del transporte
lacustre era la arteria de enlace entre las poblaciones del occidente
nicaragüense, costero al océano Pacífico. Por razones de economía, en la
mayoría de las familias de clase media, papá y mamá, junto con las hijas, sobre
todo las ya señoritas, van en primera clase, en cambio los varones, acompañados
de un adulto, generalmente una doméstica viajaban en segunda clase. Los asientos
de primera eran de petaca, los de segunda de madera. Un niño disfrutaba igual
el paseo.” (p. 192-193).
“Tomando
por la mañana el tren procedente desde el puerto de Corinto, al salir de León,
el escenario captado desde las ventanas de pasajeros era una extensa planicie
cortada a tramos por alamedas. Ganado vacuno pastando y campistos pastoreándolo. Con el ímpetu de
la juventud, algunos jinetes dan rienda suelta a sus cabalgaduras para galopar
paralelos al tren en marcha.” (p. 192).
“En
esa ruta, la primera estación es La Paz Centro, lugar de la primera merienda:
cosa de horno. La siguiente parada es Nagarote: mojarras y plátanos fritos.
Después Mateare con vistas al lago Xolotlán. En una oportunidad, los viajeros
pudieron observar a un caimán que unos cazadores tenían amarrado a un árbol; lo
mataban a hachazos con el propósito de vender el cuero.” (p. 192-193).
“Pronto
se llegaba al Boquerón, donde se disfrutaba del clásico almuerzo de guapote
frito acompañado de tortilla y tiste. Si el viajero tenía la suerte de que su
carro quedar sobre el puente o cerca podía deleitarse viendo a los patos, que
abajo, solían nadar. El tramo los Brasiles-Managua se inundaba si las lluvias invernales
eran torrentosas, lo cual hacía necesario que los pasajeros abordasen pangas
para navegar el desvío. Los menores encontraban tal inconveniente de lo más
divertido al cruzar por un rato aguas costeras del lago Xolotlán, frente a la
isla de Pájaros y con el majestuoso volcán Momotombo a la vista. En Managua
descendían del tren pasajeros procedentes de las poblaciones occidentales,
quienes venían a la capital a hacer gestiones oficiales, principalmente. Aquellos
que se montaban iban destino a oriente, o a hacer conexión para el sur. En la
estación de Managua había fresqueras; sin embargo, los viajeros raras veces
consumían algo. Esperaban llegar a Sabana Grande para darse gusto con las
famosas tortillitas rellenadas con queso y conocidas como rellenitas, a las que
en otros países de Centroamérica llaman pupusas.” (p. 193).
Entre
los recuerdos de la infancia, en León, de Álvarez (2013), destacan los
siguientes:
“Era
costumbre que cuando fallecía una hija a edad temprana, sus padres maternos
recogían a sus nietos pequeños. En los hogares pudientes conseguían a chinas
para que los cuidasen. Conforme a ello, mis abuelos leoneses contrataron a mamá
Tránsito y mamá Eva. La primera fue auxiliar voluntaria como “aguatera” del
ejército liberal durante el gobierno del general José Santos Zelaya [López].
Estas mujeres distribuían el líquido vital a los soldados en las trincheras. (p.
24-25).
“Mamá
Eva (…) era una india mestiza de Sutiaba que recitaba en su idioma el Ave María
y nos leía Las mil y una noches. Su tumba está señalada por una lápida de
mármol negro con letras doradas y una leyenda: A mamá Eva, de sus hijos
agradecidos. Emilio y Juanita.” (p. 25-26).
En
León, la casa de los abuelos maternos era un solariego lugar con un bello
jardín; su fuente, plantas florecidas y árboles frutales eran un pedazo del
paraíso terrenal, según Álvarez (2013). De su abuelo materno Venancio Montalván
o papá Venancio, recuerda lo siguiente:
“…inclinado
a adquirir latifundios agrupados en cinco haciendas: el Porvenir, las Grietas,
San Ramón, Palo Grande y las Lajas, en las cuales las tierras se medían por
caballerías y no por manzanas (…). En sus últimos años, en temporada de verano,
viajaba a sus propiedades en un carromato con ruedas metálicas, tirado por una
cuadrilla de poderosos caballos. Perteneció toda su vida al Partido Conservador
y le llamaban olanchano porque poseía propiedades en el sureste de Honduras.” (p.
26-27).
Al
morir el padre de Venancio, siendo él un niño, quedó a cargo de su madre en
Chichigalpa, donde se ganaba la vida elaborando aceite de coyol que vendía a la
alcaldía para llenar los faroles forrados de vejiga de buey, en las esquinas del
poblado. Cuando la madre murió, Venancio se trasladó a León, estudió medicina.
En ese tiempo era de rigor recibir el diploma vestido de levita, para lo cual
tuvo que aprender sastrería. Como partero tuvo gran éxito porque empleó el
fórceps por primera vez en León, de acuerdo a Álvarez (2013).
Venancio
Montalván realizaba, de acuerdo a Álvarez (2013) “…sus transacciones económicas
en la tertulia de doña Juanita de Ortiz, viuda del general Anastasio Ortiz. [A]
esas reuniones llegan los cabezas de familias principales como los Balladares,
Reyes, Argüellos, Icazas y otros. Al cerrar los negocios solo se estrechaban
las manos, mientras doña Juanita servía de único testigo. La dueña de casa era
una compulsiva fumadora de cigarrillos preparados por ella misma, envueltos en
un papel fino de color amarillo, que contenían tabaco picado y granos de anís,
cuyo humo acre impregnaba el ambiente.” (p. 28).
Cuando
derrocaron al gobierno liberal de Zelaya, en 1909, los conservadores tomaron el
poder y Venancio Montalván asumió el ministerio de gobernación y luego el ministerio
de hacienda. Renunció al cargo cuando el presidente Diego Manuel Chamorro no
pudo negarle que se había comprometido a pagar 10 mil dólares a un abogado
gringo, que le sirvió de gestor o hizo lobby para que el Departamento de Estado
lo aceptara como sucesor de su sobrino el general Emiliano Chamorro. Montalván
le mostró el pagaré al presidente D. M. Chamorro y le dijo: Le falsificaron la firma, entonces,
según Álvarez (2013).
La
esposa de Venancio Montalván, doña Pilar Herdocia Lacayo, fue protectora de las
monjas de la Asunción y junto a Margarita Paniagua, Marlene Montalván y otras
señoras fundó el Asilo de Ancianos. Ella
llevaba siempre un vestido de mangas largas con bordados, calzaba botas altas
de cabritilla negra y botones que abrochaba con una ganzúa, de acuerdo a
Montalván (2013).
Doña
Pilar Herdocia Lacayo nunca fue a comprar a las tiendas. Se contentaba con
llamar a don Asad Zogaib, emigrante libanés, que concurría con dos maleteros
ayudantes, los cuales desplegaban la mercancía, frente a ella, en el suelo. Así
compraba cortes de seda, ropa interior de lana española, rebozos, mantillas, frascos
de perfumes franceses, loción de Laman y Kemp, chaquetas de cuero o piezas de
casimir inglés (vendidas por yardas). Ella firmaba la factura sin ver el precio.
Por la mañana de cada sábado, sentada en su butaca, esperaba que llegaran los
mendigos, quienes hacían fila, para recibir una limosna, al final de lo cual,
los nietos recibían su semanario: un dime
(moneda de plata de diez centavos de dólar), recuerda Montalván (2013).
Agrega
Montalván (2013):
“Donde
los Montalván había un constante ajetreo. A Juanita y a mí nos fascinaba ver
entrar y salir del zaguán enlajado las carretas tiradas por robustos bueyes que
venían de las haciendas, cargadas de quesos, mantequilla, plátanos y granos. A
su regreso, llevaban los materiales para las labores de campistos, mandadores y
peones, a quienes llamaban realeros, porque recibían un real por cada tarea.” (p.
30).
“Nunca
vi a mi abuelo o a mis tíos leer un libro, a lo más el diario El
Centroamericano, para enterarse de las cotizaciones del café. Mi hermana
Juanita fue colocada como externa en la Asunción, mientras a mí me pusieron en
el kindergarten de las hermanas Macías, las que se ayudaban con su escuelita de
párvulos y una pulpería. Ahí tuve, a los cinco años, mi primera amiga, la dulce
Teresita Sáenz, quien siempre llevaba un gracioso lazo de tafetán en la cabeza.
En 1924, pasé a infantil, en el colegio San Ramón, con el maestro Guillermo O´Neill,
de grandes bigotes y fumador compulsivo, llenando el aula de un humo impregnado
de vainilla, mientras con una reglita se empeñaba en enseñarnos a leer de
corrido. Allí pasé el primero y segundo grados.” (p. 30).
El
doctor Oscar Aragón Téllez recuerda que siendo niño, a inicios de la década de
1950, viajó algunas veces con su padre (Manuel Aragón), a comprar cerdos, hacia
el norte de la ciudad de León, entre los barrios San Carlos y Estrella, que
durante la Revolución Sandinista serían llamados Benjamín Zeledón y William
Fonseca, respectivamente.
La
vía de comunicación era una trocha, estrecho camino entre dos barrancos, porque
la trocha había partido una serie de pequeñas lomas. Circulaban las personas
montadas a caballo, carretones halados por caballos o carretas de bueyes.
Cuando
una persona llega al inicio del camino, al salir de la ciudad, es decir, el
barrio San Carlos (Benjamín Zeledón), tenía que sonar un cuerno de buey o un
caracol para que lo oyera la persona que quería entrar por el otro extremo del
camino, o sea, por el reparto Estrella (William Fonseca).
El
sonido del cuerno o del caracol se oía de extremo a extremo. Si alguno de los
viajeros no atendía el sonido primero y se encontraba con el otro viajero,
obstruyéndose el paso, entonces, iniciaba una discusión, que terminaba en
disputa, pelea, machete, cuchillo o balazos.
Por
su parte el odontólogo Julián Chiong Meléndez relata que en la década de 1950
el alumbrado público en León era escaso. Había una lámpara en cada intersección
y dicho servicio se extendía desde el centro de la ciudad (Catedral y Parque
Central) hasta cinco o seis cuadras, en dirección de los cuatro puntos
cardinales.
Relata
el doctor Chiong Meléndez que el doctor José H. Montalván entregaba una medalla
de oro al mejor alumno de una escuela pública de primaria, que llevaba el
nombre de su padre, José Montalván, y que estaba ubicada en el barrio San
Felipe, de la iglesia media cuadra al sur, a mano izquierda. Cuando Chiong
Meléndez ganó el primer lugar de la promoción de sexto grado, no pudo recibir
la medalla de oro, porque precisamente ese año, el doctor Montalván dejó de
entregar dicho premio.
En
la misma cuadra donde estaba la escuela José Montalván se ubicaba la escuela
José de la Cruz Mena, media cuadra más al sur de la primera.
El
doctor J. H. Montalván, un destacado galeno leonés, llegó a ser vice-rector de
la Universidad Nacional y durante el ejercicio de este cargo se logró la
autonomía universitaria, lucha encabezada por el rector Mariano Fiallos Gil. En
la casa donde vivió, actualmente está ubicado el Consulado de España (avenida
central, de la Catedral tres y media cuadras al norte).
En
León había tres grandes aserríos: Santa Fe, Pereira y Muñuca. Los dos últimos
ubicados en San Felipe; mientras que el otro se ubicaba al lado este de la
línea férrea, en el barrio el Coyolar. El primero que cerró fue el aserrío
Pereira, y eso se debió a la muerte del propietario original. Muñuca era el apodo del dueño del otro
aserrío, cuyo apellido era Hernández y se caracterizaba por ser mal hablado.
El
autor de este escrito miró funcionar, todavía a finales de la década de 1970 y
la mayor parte de la década de 1980, a los aserríos Santa Fe y Muñuca.
Managua,
Nicaragua, 8 de diciembre de 2019
Escritos
de Lenin Fisher: reflexiones sobre la vida e historia de Nicaragua.
leninfisherblogspot.com
Referencias
Álvarez
Montalván, E. (2013). Dos ángeles guardianes. En casa de mis abuelos maternos (1921-1928).
En: Médico de vocación y aficionado en política. La Prensa. Managua, Nicaragua. p. 24-30
Cruz
Porras, A. J. (2010). León. Un mes convulsivo: mayo de 1947. En: Crónica de un
disidente. Lea. Managua, Nicaragua; p.186-195