miércoles, 8 de septiembre de 2010

CHAVALOS DE LA REVOLUCION: TESTIMONIO DE LA NICARAGUA SANDINISTA DE LOS AÑOS OCHENTA

CHAVALOS DE LA REVOLUCION:
Testimonio de la Nicaragua sandinista
de los años ochenta


“…invertimos el proceso, porque el Che suponía
 que para ser revolucionario primero había que aprender a ser hombre,
 y nosotros aprendimos a ser revolucionarios antes de que nos terminara de salir el bigote.
Así nos formamos. Nadie hablaba de candidaturas ni de cargos públicos;
sólo de lucha y de sueños.”

Carlos Fonseca Terán
Prólogo/Antisistémico


Lenin Fisher

Regresé del entrenamiento en las Milicias Populares Sandinistas, que se impartía en una casa del barrio Zaragoza,  la cual poco tiempo después sería el Centro de Salud “Denis Tenorio”. Eran casi las 12 del día, preparé un fresco de avena, encendí el radio y escuché a través de la clandestina Radio Sandino a un locutor eufórico diciendo que las columnas guerrilleras del Frente Occidental “Rigoberto López Pérez” se desplazaban victoriosas en la Loma de Tiscapa y el Búnker de Somoza.  Era 19 de julio de 1979.

Tenía diez años cuando me integré voluntariamente a los entrenamientos milicianos, sin pedirle permiso a nadie; ahí aprendí a manejar escopetas, fusil Garand y pistolas. Recuerdo muy bien una vez que el guerrillero instructor le llamó la atención a un grupo de indisciplinados y puso como ejemplo a los más pequeños; dijo que a veces confiaban más en los menores porque demostraban más disciplina para hacer las cosas. Esa frase fue un gran estímulo moral para mí y siempre la recuerdo cuando refresco mi confianza en las nuevas generaciones. Los milicianos relevaríamos a los guerrilleros muertos o heridos durante la Ofensiva Final de junio y julio de 1979.

Antes del triunfo de la Revolución Nicaragüense o Revolución Popular Sandinista (RPS) viví algunas cosas.  Con seis años de edad iba en patineta, con mis hermanos y otros chavalos, desde el barrio San Juan hasta la Plaza del Parque Central de la ciudad de León, a ver a los estudiantes universitarios protestar en el atrio de la Catedral y luego frente a la casa del diputado liberal somocista Pancho Papi. En el barrio, nos preparábamos con pañuelos, limón y bicarbonato para evitar los efectos de las bombas lacrimógenas que la Guardia Nacional (G.N.) lanzaba contra los manifestantes. En 1977, cuando estudiaba en segundo grado vespertino en el Colegio John F. Kennedy, miré a los primeros jóvenes encapuchados que se tomaban la Iglesia de San Felipe. Junto a mi abuelita Mercedes Chavarría (Chú), madre de mi mamá, Miriam Chavarría, escuché por radio los discursos de los miembros del Grupo de los Doce.



Una noche, mientras jugaba baseball en la calle, frente a la panadería de Juan Lezama, un grupo de estudiantes universitarios hizo un mitín de protesta, quemando una llanta vieja en una esquina; al poco tiempo llegó la patrulla de la G.N.; los estudiantes se fueron; los adultos y los chavalos nos metimos a las casas; yo entré a la casa de mis compañeros de clase Rodrigo, Pedro y Miguel, quienes eran sobrinos de la novia del legendario “Charrasca”. Al salir y dirigirme hacia la casa de mi abuela, no caminé demasiado porque la G.N., había lanzado muchas bombas lacrimógenas que me doblegaron y me hicieron llorar; los familiares de mis amigos me metieron otra vez a la casa y me lavaron la cara con mucha agua. Al rato, me fui a casa de mi abuela, quien estaba muy enojada y me pegó una buena fajeada por llegar tarde. Esa noche la tortura fue doble.

Fue muy impactante ver la foto de Pedro Joaquín Chamorro Cardenal en la primera plana de La Prensa, totalmente acribillado por los perdigones de escopetas disparadas por sicarios somocistas el 10 de enero de 1978. Al estar en tercer grado, miré como centenares de campesinos se habían tomado el Gimnasio Municipal, situado enfrente de nuestro colegio. En esos días, mi profesora, llamada Argentina, nos enseñaba la letra del Himno de la Hermandad de Ludwig von Beethoven: “…en que los hombres volverán a ser hermanos…” Pero a través de mi hermano Luis, el tercero en el orden, quien con tan sólo 14 años andaba metido en el Movimiento Estudiantil de Secundaria junto a Carlos Nájar y Alvaro Sandoval Baltodano “El Búho” -a quien la contrarrevolución lo mató en una emboscada en El Cuá-, ya había leído la letra de “La Muralla”: “Para hacer una muralla/tráiganme todas las manos…”  Luisito, como le dice mi papá, fue capturado dos veces, nada más y nada menos que por el temido Chele Aguilera. En una de esas ocasiones que no llegó a dormir a la casa, mi abuelita me mandó a buscarlo y lo encontré a las seis de la mañana dormido en una banca del colegio La Salle; lo desperté; se sorprendió; pero más sorprendido estaba yo porque lo vi con el cuerpo inflamado y lleno de moretones: los guardias lo habían apaleado.

En otra ocasión, después de llevarle al trabajo a mi hermano mayor, Harold, un fresco de cebada con picos, me metí en una manifestación de estudiantes que estaba frente al Edificio de Ciencias y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua; a los pocos segundos comenzó la represión; la Guardia Nacional comenzó a lanzar gases lacrimógenos y tuvimos que correr una cuadra y media, hasta la esquina del Colegio Académico Mercantil.  Nunca había ido a comprar el periódico local llamado El Centroamericano –y menos a los propios talleres de impresión y con carácter de urgencia-, hasta el día en que mi abuelita Chú me lo ordenó porque un comando guerrillero del Frente Sandinista de Liberación Nacional se había tomado el Palacio Nacional.



La Insurrección de Septiembre de 1978 yo la pasé en casa de mi abuelita Chú, ubicada en el sector de El Pochote, en el barrio San Felipe, acompañado por mi tío Gerardo Chavarría y mi papá, Luis Fisher Pérez.  Durante los dos últimos días de ese levantamiento armado ocurrido simultáneamente en cinco cabeceras departamentales se concentraron en el sector donde yo vivía decenas de jóvenes leoneses armados con armas de cacería, desarmados y encapuchados que se preparaban para la retirada. Ya para entonces, la gente les llamaba “Los Muchachos”. Y yo ni idea tenía que entre tales muchachos insurrectos andaban dos de mis hermanos: Harold y Yader. Pocos días después, pude ver al primero de ellos herido en la nariz por una bala de fusil Galil, cuando trató de cruzar una calle en el sector de La Providencia; tuvo suerte porque la lesión sólo involucró a la porción nasal cartilaginosa y nada más.

Después de la Insurrección de Septiembre de 1978, mi papá decidió llevarse a sus cuatro hijos menores a vivir con él en La Gateada, Chontales, lugar donde él estaba trabajando en un proyecto de electrificación. Su razón era suficiente: evitar que fuéramos víctimas de la operación limpieza que el ejército de Somoza Debayle lanzó contra la juventud. Así que, no pudimos continuar estudiando el segundo semestre de ese año y conocimos otra región de Nicaragua todavía sin la agitación rebelde que se vivía en la zona del Pacífico.  No pasó mucho tiempo cuando en el plantel de la compañía Celnicsa aparecieron letreros o pintas alusivas al FSLN y armas de palo con las mismas siglas y los nombres de héroes como  Sandino, Rigoberto López Pérez y Carlos Fonseca Amador; eran nuestras armas con las que jugábamos a la guerra entre los camiones y las pilas de alambre, hierro y postes de luz; mi papá recibió un llamado de atención por la imprudencia ingenua de sus hijos.

En noviembre del mismo año, los obreros de Celnicsa realizaron un paro laboral demandando aumento salarial; los trabajadores me mandaban a escuchar a escondidas las negociaciones obrero-patronales para contarles a ellos; y cuando decidieron dar a conocer a nivel nacional su protesta escogieron al poeta celador, llamado Amado Caballero -un joven de origen campesino y analfabeta, que hacía poemas y que meses después sería asesinado por la guardia somocista-, para que fuera al telégrafo a enviar el comunicado para la prensa radial y escrita. Pero el poeta celador no podía escribir; entonces, los obreros con el consentimiento de mi papá, decidieron que yo sirviera de escribano; así que yo, un estudiante de tercer grado de primaria redacté el comunicado de los obreros en lucha que el poeta celador me dictó.

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A finales de diciembre de 1978 pasé a vivir temporalmente en la casa de mi abuelo paterno, Malcolm Fisher, situada en la colonia Nicarao, en Managua.

Fue mi abuelo, quien apartó de la mesa, el periódico La Prensa, en cuya primera
plana estaba la fotografía de mi hermano herido de muerte, tendido en una acera y atendido por una socorrista de la Cruz Roja que por casualidad pasaba por el lugar. Pocos segundos antes, un celador le disparó por detrás, cuando Yader cubría la retirada de sus compañeros (otros dos jóvenes que eran sus primos en segundo grado), después de intentar asaltar un establecimiento comercial, para recuperar dinero que serviría para financiar la lucha armada contra la dictadura somocista.  La fatídica bala entró por la región occipital. Yader fue herido el 13 de enero de 1979 y murió al día siguiente.

Mi abuelo no quiso que yo viera la foto de mi hermano herido. Aunque yo, un niño de nueve años, logré ver la foto, pero muy rápidamente. Yader y yo habíamos nacido el mismo día: 17 de febrero, pero con diez años de diferencia. Yader, un guerrillero urbano temerario, fue un héroe de la liberación nacional, treinta y cuatro días antes de cumplir los 19 años de edad. En la última semana de enero, Harold me llegó a traer en un carro de doña Auxiliadora Pereira; pasamos llevando a otro hermano mío, Malcolm, que estaba viviendo con la tía paterna Evelyn en la colonia Unidad de Propósitos. De tal manera que, Malcolm y yo no estuvimos en la vela ni en el entierro de nuestro hermano Yader; apenas pudimos ir a las últimas misas porque en ese tiempo la gente hacía aún novenarios.

Comencé a estudiar cuarto grado en el Colegio Bautista y pasé a vivir en la casa de mi tío abuelo Alfonso Chavarría “Ponchín”, en el barrio El Sagrario, entre febrero y abril de 1979.  Su esposa tenía una floristería llamada El Rosal. Por la tarde, yo cambiaba el agua de las latas que contenían los diferentes tipos de flores importadas desde Costa Rica. Eran días de ataques de la guerrilla urbana, masacres, capturas, protestas, emboscadas, asaltos, ajusticiamientos, etc., por lo que los muertos estaban a la orden del día. En ese contexto, a mis diez años de edad, recorrí –a pie o en taxi- todas las iglesias y todos los barrios de León para entregar ofrendas florales de todo tipo para las misas o velas de los héroes y mártires caídos. Hubo ocasiones en que fui al propio Comando Departamental de la G.N., a dejar ofrendas para los guardias muertos en combate. Puede decirse que en esos meses estudié por la mañana y trabajé por la tarde, aunque sin ganar un salario; sospecho que a éso actualmente le llaman trabajo infantil.  Viviendo en la floristería intercambié dos o tres cartas con Harold que estaba exiliado en Costa Rica. El se fue después de haber sido apresado y torturado.


Yo miré cuando él y su amigo Enrique fueron capturados, montados a una camioneta anaranjada del Ministerio de Obras Públicas que los venía persiguiendo y luego pateados. Harold apenas tuvo tiempo de bajarse del carro, meterse a la venta de la esquina donde le entregó la pistola a Jorge, un mariconcito dueño de la pulpería, quien muy valientemente escondió el arma en una mantenedora. Esto ocurrió en el sector de El Pochote, cerca del río homónimo, el mismo del corrido de Viva León Jodido, escrito por el chinandegano Tino López Guerra: “El Pochote es su fuente castalia/donde Mena se fuera a inspirar/donde puso Rubén sus sandalias/ para con gloria al mundo deslumbar”. Todo lo pude ver porque los chavalos estábamos jugando baseball –bateaba “El Cafo” y yo catchaba- cuando de pronto todos salieron corriendo y yo me quedé estupefacto detrás del cartón que hacía de home-plate. Hasta que se fue la camioneta en la que andaba el esbirro Espinales yo caminé y me metí unos segundos a la panadería de los Mendiola para luego irme corriendo pretil abajo hasta la casa de mi abuela donde mi papá me esperaba y mis hermanos y otros chavalos se burlaban de mí porque yo estaba llorando a cántaros.

El 20 de abril de 1979, siempre en El Pochote, mi hermano Luis fue detenido por tercera vez; en esta ocasión por la patrulla en la que iba el afamado “Chino”, delator de jóvenes insurgentes quien se infiltró en la guerrilla en septiembre del 78.  Luis platicaba con Ramón Larios Brenes. El “Chino” reconoció a Ramón y lo llamó, para luego llevarlo a unos cien metros de distancia, en dirección oeste, donde lo acribillaron a balazos. Luis fue llevado en dirección norte (frente al portón de madera de la casa de mi abuela); ahí, un guardia lo obligó a arrodillarse; cuando sonó la ráfaga que mataba a Ramón, el guardia, le disparó con su Garand a Luis, pero por suerte el balazo pasó por detrás y otro guardia reclamó preguntando a gritos por qué le disparaba al chavalo. Cuando la patrulla de soldados se retiró, Luis pudo hablar con mi abuelita Chú; ella fue a recoger el cadáver de Ramón. Después, Luis tuvo que salir hacia Costa Rica, donde siguió apoyando a la Revolución, para regresar después del 19 de julio.

Ramón Larios era un muchacho carpintero, hijo de carpintero. Por vía de la familia Larios, era como primo en tercer grado o algo así. Deportista de los buenos.  Practicó tae kwon do y jugó baseball. Recuerdo que el uniforme del equipo de pelota del colegio San Felipe donde jugaba era una camiseta blanca y un pantalón de colores circenses (múltiples rayas verticales rojas y blancas). Era bromista. Le gustaba bailar como John Travolta en “Saturday`s Night Fever” y “Grease”. Era nuestro amigo. Combatió en la Insurrección de Septiembre de 1978; luego, participó en otras acciones armadas urbanas y rurales, entre octubre de 1978 y abril de 1979. Cayó cuando tenía 15 años. Era un niño. Y el llanto desgarrador de su hermana Irene, junto a su cadáver, quedó grabado en una foto de primera plana.



En mayo, el tío Don Payín se llevó a Luis a Costa Rica.  Ya eran dos los hermanos exiliados y uno caído.  En esos días, los otros tres hermanos corrimos peligro. En la acera, de espaldas a la casa y viendo de frente a los soldados armados hasta los dientes, estábamos: Malcolm, de 13 años; Vladimir, de 12; y yo, de 10 años.

Segundos antes, nos encontrábamos, en el patio, con un amigo –“El Cabezón”-, descansando en la hamaca, las ramas de los árboles de guayaba y en la tapia, cuando oímos que abrieron violentamente la puerta. “El Cabezón”, saltó de la tapia hacia el patio de su casa y nosotros nos bajamos de los árboles y de la hamaca. La G.N., había llegado a capturar a mi papá porque supuestamente sabía de planes guerrilleros. Era por lo menos una compañía de soldados. No había en la calle menos de 12 jeeps, los llamados Becat (Brigadas Especiales de Combate Anti-terrorista).

Pocas horas antes, mi papá, ebrio, había estado platicando con un visitante que resultó ser informante de la G.N. En un jeep azul se llevaron a mi papá. Uno de los guardias le preguntaba insistente a su jefe: ¿les damos agua?  ¿Les damos agua?...Malcolm y yo estábamos llorando, llenos de miedo porque sabíamos qué significaba la frase “dar agua” (matar). Pero Vladimir estaba sereno, contestando las preguntas de los guardias;  casi platicaba de hombre a hombre con los esbirros.

Al retirarse y llevarse a nuestro padre, nos quedamos algunos minutos en la acera, asustados, llorando. En las casi cuatro cuadras que lográbamos ver en línea recta, no había una sola persona, estábamos solitos.  Entramos a la casa. Eran como las cuatro de la tarde. Y en el resto del día, ningún vecino llegó a vernos, a preguntarnos algo, a consolarnos. Nadie llegó con un poco de solidaridad. La explicación era sencilla: la G.N., inspiraba terror en la población; toda palabra, todo gesto o acción podía ser dado a conocer por los informantes, los orejas; y podía costar la vida. A los pocos días liberaron a mi padre. Mi compañera de clases Fátima Sarria me contó que ella y su mamá vieron todo a través de las ventanas de su casa.

Combates en Estelí, Jinotega y León.  En varias ocasiones mis hermanos y yo pudimos ver a la Escuadra Táctica de Combate de San Felipe combatir al ejército de Somoza. Recuerdo una vez haber visto a “Petén” combatir sin camisa, disparar ráfagas hacia el sanjón de El Pochote con su Fal, desde la esquina donde vivían Nayo y Toño, y gritar fuertemente: ¡Guardia mierda! En uno de esos combates diurnos vimos a Denis Callejas “Lengüita” herido en un cachete (tuvo suerte de que la bala le lesionara sólo la mejilla). Y cuando los guerrilleros se retiraron, pasó la guardia con un camión blindado disparando ráfagas de ametralladoras pesadas.


Después, nosotros salimos y fuimos a sacar más de alguna bala o charnel de las paredes de las casas que tenían impactos enormes. Una noche vimos pasar a una columna guerrillera, los combatientes venían muy agitados, permitimos que dos de ellos entraran a la casa y Don Payín les dio  ensalada de frutas bien fría. Ellos habían iniciado en León los combates de la Ofensiva Final de junio-julio de 1979.

Faltaba mes y medio para el derrocamiento de una dictadura dinástica y sangrienta, creada y apoyada por los gobiernos demócratas y republicanos de Estados Unidos.

Con el Comando Departamental y la Cárcel 21 rodeadas por los guerrilleros del FSLN, era un motivo de orgullo y curiosidad para los habitantes de El Pochote tener escondida bajo un frondoso árbol a la primera tanqueta recuperada a la guardia somocista, bautizada por los guerrilleros con el nombre de Aracely en honor a Aracely Pérez, una de las heroínas de Veracruz, que murió junto a la mayoría del Estado Mayor del Frente Occidental “Rigoberto López Pérez” el 16 de abril de 1979. Recuerdo haber visto un día al guerrillero “Mano Negra” disparar desde el casquete de la tanqueta, primero con una ametralladora calibre 30 y luego con una calibre 50, al avión bombardero que la gente llamaba “El boludo” porque parecía lento. Un mecánico de El Pochote hacía disparar a la tanqueta con un cincel y un mazo porque la guardia le había quitado las piezas originales percutoras. Esa tanqueta está hoy en el Parque Nacional Tiscapa, en Managua, junto a la silueta de Sandino y a los restos de la estatua ecuestre de Anastasio Somoza García, derribada por el pueblo victorioso el 20 de julio de 1979 frente al Estadio Nacional.

Tuve el privilegio de ver cuando llegaron a El Pochote los jóvenes guerrilleros triunfantes, después de haberse tomado el Comando Departamental de León el 20 de junio de 1979 y declarar a esta ciudad con justa razón como la primera liberada; llegaron en una forma poco usual; era una caravana que encabezaba un tanque Sherman lleno de jóvenes-niños armados y sonrientes, gritando consignas revolucionarias. “Sonaron las metrallas/sonaron bombas por todo León/se oía por las calles/gritando al pueblo liberación”cantaba Pablo Martínez Téllez “El Guadalupano” en esos días. Pocos minutos después, la multitud de gente se congregó enfrente del centro  de operaciones del FSLN en El Pochote, que sitaba de Las Brisas del Pochote o de la venta La Pachanga media cuadra al oeste.

El pueblo estaba enardecido y casi incontrolable porque los guerrilleros llevaban consigo a los guardias capturados en el Comando Departamental; quizá, eran veinte prisioneros; la gente los acusaba de la muerte de éste o de aquél joven asesinado por la G.N., y trataban de golpearlos, mientras los guerrilleros defendían a los guardias.


Los guardias nacionales prisioneros estaban flacos, sucios o heridos, se sacaron sus pertenencias de los bolsillos; algunos billetes cayeron al suelo; pero uno de los guardias –del cual recuerdo muy bien su cara-, tiró un charnel muy grande, sarroso e irregular, que inmediatamente recogí porque lo agregaría a la colección de casquillos, balas y charneles que mis hermanos y yo teníamos; nuestro pasatiempo en medio de la guerra. Por la tarde, desfilaron hacia El Pochote los prisioneros; luego pasó la escuadra de ¨Charrasca¨, el temerario guerrillero urbano quien llevaba un M-16, que no había podido combatir durante la Ofensiva Final porque había sido herido semanas antes y que un día me dijo que no debía apedrear a los perros porque en otros países los cuidaban y se los comían. Momentos después, se escuchó la descarga de los fusiles que hacían justicia en nombre del pueblo.

Mi papá no pasó la Ofensiva Final con nosotros; no pudo regresar a León desde el centro del país, donde trabajaba, y tuvo que pasar la mayor parte del tiempo en Managua. Harold vendría combatiendo en las columnas guerrilleras del Frente Sur. Luis permanecía en Costa Rica apoyando la lucha. Así que, Malcolm, Vladimir y yo fuimos los que compartimos como niños-adolescentes, la fase final. Mirábamos en la televisión las noticias y reportajes sobre la guerra. Vimos las ciudades destruidas y bombardeadas; los cadáveres descompuestos y quemados; el asesinato del periodista gringo Bill Stewart.

Supimos de la huída de Somoza Debayle el 17 de julio y de la desfachatez de Urcuyo Maliaños diciendo que gobernaría hasta 1981. Miramos por televisión a jóvenes del barrio combatiendo, como el caso de “El Pupo” –hermano de “Petén”- que con su cara de niño apareció en imágenes que recorrieron el mundo disparando con su fusil Fal, tiro a tiro, desde la gasolinera Shell hacia el Comando Departamental de la G.N. Me impresionó mucho ver a la gente llegar a los puestos de distribución de alimentos, en un ambiente de hermandad y solidaridad comunitaria, para recibir los mismos y pocos alimentos; los vecinos compartiendo en una fila para obtener arroz, aceite y plátanos o alrededor de una vaca que estaba siendo destazada. Disfrutamos la alegría de saber que León era la primera ciudad liberada, así como también la toma del Fortín de Acosasco el 7 de julio; pero la declaración de León como Primera Capital de la Revolución no pudimos disfrutarla mucho porque eso duró menos de 48 horas ya que el 19 de julio llegó más temprano que tarde.

Con el primer gobierno revolucionario de la historia de Nicaragua, la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, estudiaba yo en cuarto grado de primaria, quise integrarme a la escuadra alfabetizadora que estaban formando en el Colegio Bautista jóvenes sandinistas de secundaria; pero éstos me rechazaron diciéndome que estaba muy pequeño. Así que no pude ser alfabetizador durante la Cruzada Nacional de Alfabetización (CNA).


Sin embargo, en diciembre de 1979 me había integrado a la Asociación de Niños Sandinistas (ANS) y fui un activista de la Retaguardia de la Cruzada. Nuestros referentes eran los héroes y mártires Luis Alfonso Velásquez Flores y Manuel de Jesús Rivera “La Mascota”. Harold dirigió la CNA en el municipio de Quezalguaque, departamento de León.  Malcolm alfabetizó en la comarca Las Joyas de ese municipio; comarca donde el agua era muy escasa y abundaban las pulgas y garrapatas, y donde a pesar del nombre, no había ninguna piedra preciosa o tesoro. Sin duda, el primer tesoro que sus habitantes recibieron fue el alfabeto que mis hermanos les llevaron.

Mi gusto por escribir probablemente  comenzó cuando cursaba el quinto grado y hacía periódicos murales en el Colegio Bautista con Guillermo Salinas (poeta de los talleres de poesía) y las hermanas Fátima e Ivette Sarria Núñez, entre otros. Guillermo Salinas, Julio Arguetta, Estela Calderón, Alberto Berríos, Rodolfo Pérez García, Indiana Pastora Coca y  Liliam Centeno hicimos “Chavaladas de mi tierra” un programa infantil, dominical, transmitido por Radio Venceremos. Influyeron mucho en nuestra formación los dirigentes de la ANS Martha Solís Montiel y Francisco Romero, quienes murieron de forma natural y en combate, respectivamente.

Entre julio y septiembre de 1981 tuve el privilegio de visitar Cuba como miembro de una delegación de 15 niños provenientes de diferentes departamentos de Nicaragua, entre los cuales estaban Boanerges Ojeda y Aaron Peralta. Ese es el recuerdo más agradable que tengo de unas vacaciones realmente infantiles. Fue inolvidable. En el Campamento Internacional de Pioneros “26 de Julio”, ubicado en Varadero, compartimos con niños de más de 120 países del mundo. Mucha  buena comida, helados, juegos y playa todos los días. Estando ahí, supimos la triste noticia de la muerte del líder panameño Omar Torrijos.

Una tarde, al regresar de la playa, le conté a una amiguita cubana –que después sería lo que podría considerarse una novia a los 12 años de edad-, que mi mamá había muerto cuando yo tenía cuatro años y que mi papá nos había criado con su propio esfuerzo. Ella me dijo que en Cuba ante situaciones parecidas el Estado ayudaba mucho a las familias. Fui a dejar a la niña a su habitación. Al poco tiempo me llegaron a traer sus amigas para que fuera a consolar a la niña porque estaba con un ataque de llanto. Ella me dijo que lloraba porque no podía imaginarse como había vivido sin mamá desde muy pequeño. Sin duda, esa pionera cubana me mostró uno de los actos más profundos de sensibilidad humana.

En La Habana fue la primera vez que yo miré un zoológico verdadero, un acuario nacional y un museo de ciencia.  Trío de cosas que los niños en Nicaragua no teníamos. Estaba asombrado. Y saber que varios de los niños de la ANS no querían viajar a Cuba porque decían que era muy cerca; ellos escogieron ir a los países socialistas europeos.

De diciembre de 1982 a marzo de 1983 corté café en la hacienda El Tabaco, municipio de El Cuá, Jinotega, al pie del macizo de Peñas Blancas (el tercer punto más alto de Nicaragua, donde hoy impulsan el ecoturismo). Era miembro del pelotón de niños y adolescentes llamado “Niños Mártires de Ayapal” en honor a los 75 niños muertos a causa del derribamiento que “la contra” hizo de un helicóptero. Siempre me sentí avergonzado porque el mínimo que debíamos cortar eran tres latas y yo logré las tres latas quizá dos veces y en una ocasión llegué a tres y media.  Decía el mandador de esa Unidad de Producción Estatal (UPE) que el que cortaba menos de tres latas no cortaba ni para cubrir la comida (arroz, frijoles y la tortilla más grande que jamás haya comido en mi vida).

Con mi poca habilidad para cortar café jamás sería cortador vanguardia ni destacado, es decir, nunca sería de los mejores cortadores. También, sentí vergüenza cuando una de las jefas del batallón de cortadores hizo ironía cuando una noche yo recibí como encomienda, desde León, una almohada. Es que para mí, un niño de 12 años, era muy difícil dormir con la cabeza en el embaldozado de los galerones o las tablas de la casa palomera que estaba situada sobre la planta eléctrica que hacía un ruido infernal durante toda la noche.

Fue esa mi primera navidad, fin de año y año nuevo fuera de casa. Ahí memoricé fragmentos o la totalidad de la letra de muchas canciones rancheras como “Caballo de patas blancas” y “La muerte de un gallero”. Tuve ganas de desertarme, lloré algunas veces; pero no me rajé. Pude vencer al frío, la mala comida, la incomodidad, la distancia, la nostalgia y el lodo –ese lodo en el cual me resbalé y caí una y mil veces y del cual hablaba Omar Cabezas Lacayo en su libro “La montaña es algo más que una inmensa estepa verde” o “La hechura de un sandinista” en su versión en inglés. A pesar de todo, cortar café me sirvió para tomar conciencia de la realidad real del campo en Nicaragua; de la importancia del trabajo del campesino; de la pobreza sin importar cuanto café se exportaba; y aprendí a valorar las cosas necesarias de la vida cotidiana –entre ellas la almohada y la cama, por supuesto.

Meses después participé algún fin de semana en los cortes de algodón en León. Mi mal rendimiento en el trabajo del campo se repitió. Yo nunca sería un buen trabajador agrícola aunque trabajaba lleno de conciencia revolucionaria. El costal no pesó ni siquiera cincuenta libras y el sol, el polvo, la sed y el calor eran realmente insoportables. Pobrecitos los campesinos, era lo que pensaba cuando estaba entre los surcos del algodonal. Si de mis brazos hubiese dependido la producción de algodón y café, la Revolución caía en menos de un año. Por eso cuando me invitaron a cortar caña de azúcar yo ni insinué mi participación.




Fueron los días en que disfrutamos de la tercera corona de Alexis Argüello ganada ante Jim Watt y sufrimos mucho por su primera derrota ante Aaron Pryor, a pesar de que Alexis apoyaba a los adversarios de la Revolución; los días en que disfrutamos las telenovelas brasileñas con mensajes progresistas como “El bien amado” y “La esclava Isaura”; y los días en que con mis hermanos y amigos disfrutábamos la música rock de Kiss, Queen, Pink Floyd, Black Sabbath, Styx, Alice Cooper, etc., sin necesidad de consumir ninguna sustancia estimulante, lícita o ilícita, y sin importarnos que algunos consideraran nuestro gusto musical como una desviación ideológica.

Después de dormirme muy cansado por haber participado en el desfile de carrozas celebrando el Día de la Alegría, cuando León sería sede del acto oficial del IV Aniversario de la Revolución, me despierto a la una de la madrugada porque Israel Baquedano me está llamando: Fisher, Fisher, Fisher…despertate que vamos movilizados a la frontera norte. Miré fijamente a las tejas del techo de la casa mientras reconocía como real que a esa hora, en mi cama, yo estoy -a mis 14 años-, recibiendo una orden para ir a defender la Revolución en el frente de guerra. Me levanté, me vestí y hablé con mi papá. La respuesta de mi padre fue: “Yo siempre les he dicho que hay que apoyar y defender la Revolución y ahora que se presenta la situación, aunque me duele como padre, no puedo decirte que no vayas.” Lo abracé, le di un beso en su cabeza canosa, me despedí, salí de la casa y me monté en el camión IFA de fabricación alemana que estaba parqueado enfrente de la Policía Sandinista, donde actualmente es la Casa Departamental del FSLN; en la parte trasera del camión sólo íbamos un soldado permanente que yo no conocía y yo.

Era  miembro de la Batería de Morteros de 120mm., de la Segunda Región Militar. Dicha unidad estaba formada por soldados permanentes del Ejército Popular Sandinista y reservistas voluntarios (estudiantes, obreros y campesinos; yo estudiaba el primer año de secundaria en el Instituto Vocacional “Manuel I. Lacayo”). Nos entrenamos durante 15 días de mayo de 1983 en las áridas tierras de Malpaisillo. Las principales misiones combativas de dicha unidad militar fueron cumplidas desde el 17 de julio de 1983 hasta el 25 de enero de 1984, en las Segovias (departamentos de Madriz, Estelí y Nueva Segovia), enfrentando a la contrarrevolución.

Los miembros permanentes del E.P.S., eran: Alfonso Ruiz Blandón (primer Jefe muerto en 1983; en el Fortín de Acosasco, en un frustrado intento de sabotaje cometido por dos infiltrados, uno de los cuales murió al ser repelido; el otro, fue capturado en la vela de Ruiz Blandón, quien fue enterrado en San Nicolás de Oriente; Enrique Romero “Cerro Negro” (segundo y último Jefe), Santos Antonio Rosales Herrera “Tigre Guerrero” (Jefe del primer pelotón), Reynaldo Montoya Larios “La Vieja Pancha”, Santeliz, Enrique Catín, Juan  Meza Rojas “Butaco”, Fabio Marcial Pineda Pérez “Chibolón” (Jefe del segundo pelotón), Mauricio Medina Meza “Llanta Ponchada” (Jefe del tercer pelotón) y Denis Munguía “Manduco” (Jefe de Exploración).
Los conductores, también soldados permanentes, eran: Francisco Carvajal, Domingo Carvajal, “Mechón blanco”, Juan Chiquito, Juan Pablo Carvajal, “Marracutín”, César Centeno y Luis Manuel Manzanares.

Los reservistas voluntarios éramos los siguientes: Xavier Lara Toruño (Jefe Político), Denis Hernández (Cabito), Marcelo Pereira, Armando Centeno, Santiago Espinales “Chago Reservista”, Yader Francisco Silva Trujillo “El Genocida”, Mario Silva Novoa, Mario Páiz, Mario Gutiérrez “Hijodepueta”, Marcio Montoya, Hugo, “Guanacaste”, Israel Baquedano Meléndez, Francisco Quiñónez, Abraham Hernández, Wilmer Gómez Acuña “Chibola”, Luis Sánchez Rubí, Mercedes Alvarado, José Miguel Amaya “El Palestino”, Pedro Esquivel, Eugenio “El Llorón”, Pedro Urbina “La Hiena”, César Pizarro Martínez, Reynerio  Rivera Herrera “Puchín”, Noel Valle “El Flaco Valle”, “El Perro” Morales,  Patricio González, Ursus, José Antonio Villegas “Pescado Lucio”, Rafael Lindo, Ramiro Munguía “Condorito”, Julio Rojas “Nematodo loco”, Pacheco, Juan Carlos López Escalante “El Sargento”, Francisco Cisneros “Pucho de Pelo” y yo, Edén Lenin Fisher Chavarría.

José Antonio Balmaceda era el Jefe de Artillería de la II Brigada de Infantería y estuvo con nosotros algunos días de julio de 1983 en Palacagüina y Condega. Rafael Lindo estuvo con nosotros sólo en el entrenamiento de mayo de 1983. Marcio Montoya se cayó del camión IFA, sufriendo traumatismo craneoencefálico, cuando salíamos de la base militar de Condega hacia Somoto y fue enviado a León a tratarse; se recuperó y terminó de estudiar su quinto año de secundaria, ese mismo año; pero ya no regresó. “Pescado Lucio” combatiente histórico de la escuadra de “Charrasca” se regresó de la base militar de Condega. Francisco Quiñónez, Patricio González y no recuerdo quiénes más se regresaron a León después de los combates en El Espino, Madriz.
Yader Silva “El Genocida”, que no era ningún asesino, era el primer explorador y yo el segundo. El siempre portaba el goniómetro y yo el trípode. Nuestro primer combate lo tuvimos en la comarca Los Ranchos, Palacagüina, Madriz, el 19 de julio, al mediodía,  unos minutos después que terminó el acto oficial en León; el combate duró entre cinco y seis horas hasta que nos reforzaron tropas de infantería irregular. Debutamos como combatientes los miembros de la escuadra de exploración; minutos antes nos habían cambiado las sub-ametralladoras checas por fusiles AK-47 con 150 tiros. Los contras por su parte eran alrededor de 50 y andaban morteros, lanzacohetes y ametralladoras pesadas; armas con las cuales nos mantuvieron a raya; pero nosotros logramos avanzar por la carretera y tomamos una loma.


Luego, Xavier Lara, Noel Valle y Yader Silva decidieron tomarse una segunda loma, situada a la derecha nuestra, y me dijeron que me quedara con el jefe. Este, cuando estábamos solos, me ordenó que me subiera al único árbol que estaba en el bordo de la loma, un árbol casi sin hojas, para dispararle a una casa donde estaba la contra; pero yo me negué, desobedecí y le dije que él quería que me mataran. Un chavalo de 14 años usando el sentido común en contra de la orden de un teniente. Este episodio indignó a mis compañeros cuando les conté al día siguiente después del combate.

Algunos compañeros dicen que esa respuesta negativa mía fue la primera señal de lo que yo sería después: un revolucionario crítico e indisciplinado ante la falta de sentido común de las órdenes u orientaciones de los mandos, jefes o líderes. Estábamos en la base militar de Condega cuando oímos por radio la aprobación de la Ley del Servicio Militar Patriótico; nos alegramos porque seríamos más combatientes defendiendo la Revolución; ya no sólo seremos los reservistas voluntarios y los soldados permanentes del ejército, dijimos. Y en esa misma base disfrutamos la histórica medalla de plata ganada por la selección nacional de baseball en los Juegos Panamericanos de Venezuela.

En una ocasión, yo disparé sin autorización un cargador de 30 tiros, colocando el fusil AK-47 totalmente bajo el agua. Luego al caminar subiendo el cerro Tapacales, donde estaba nuestro puesto de observación con vista hacia la aduana de El Espino, en la frontera con Honduras, me encontré a “El Genocida” y decidimos practicar tiro al blanco, disparando contra las piedras en el camino.

Disparar estaba prohibido y como adolescente y joven rebeldes no entendíamos tal prohibición. Nos sancionaron. Nos desarmaron. Nos taparon con hule el cañón de nuestros fusiles. Nos reprendieron ante los demás compañeros. Tuvimos que excavar un nicho tipo L para guardar las granadas de los morteros en el lugar donde estaban las seis piezas de artillería, en la comarca Musulí. Mis manos rápidamente se saturaron con llagas sangrantes. Aprendí la lección. Ese fue el precio de una travesura de mi adolescencia mientras cumplía deberes de hombre.

Veintitrés años después, pude leer al final del diario de Yader –quien murió por causa natural hace más de un año-, lo siguiente: “… y otra onda que quiero aclarar y que pase a la historia, de toda la gente de la Batería, (es que) sólo Lenin Fisher y Genocida 22 nos fuimos o mejor dicho nos venimos invictos, pues ninguno de los dos bajamos a León durante todo el período movilizativo y esta onda de plano no es jactancia.” Resistir la lejanía del hogar, la familia y la ciudad era un gran mérito para nosotros.


“Jorge Contreras” fue el nombre con el que la escuadra de exploración de la Batería de Morteros de 120mm., integrada mayoritariamente por estudiantes de secundaria de León, bautizó la calavera de un contra muerto en combate, es decir, de una baja enemiga. Contreras por el contrario. Durante los combates de la aduana de El Espino, Madriz, en septiembre de 1983, al huir en desbandada los contras hacia Honduras, uno de ellos cayó en El Cañón de Somoto (hoy considerado un sitio turístico). Varios días después, un grupo de los exploradores fuimos a recorrer el río que corre a través de El Cañón y en una poza, encontramos el cadáver del contra. Dos de los reservistas tenían ya la vocación para estudiar la carrera de medicina (Xavier y Noel) y entonces decidieron recuperar el cráneo para sus estudios de anatomía.

Meses después, ya en la vida civil, una buena cantidad de estudiantes de Medicina, usaron el cráneo de “Jorge Contreras” como base material de estudio, incluyéndome yo, que inicié a estudiar Medicina cuatro años después que ocurrieron estos hechos. En el Cerro Tapacales, a orillas del río Tapacalí, estaba nuestro puesto de observación, mirando hacia Honduras, y ese fue uno de los puntos desde donde se dirigió el fuego de nuestra batería de morteros para repeler a las fuerzas de tarea contrarrevolucionarias.

En la cima del cerro, vigilábamos, hacíamos posta nocturna y el cráneo de Jorge estaba acompañándonos siempre, apoyado en una estaca enterrada en el suelo y cuyo extremo superior entraba por el agujero magno de la base craneal. Todas las noches, el posta se sentaba a la par de “Jorge”, durante dos o tres horas continuas, para cuidar el sueño de sus compañeros y evitar una acción sorpresa o golpe de mano. Desde el cerro Tapacales yo bajaba por las tardes a traer la cena y visitar a una novia, miliciana somoteña, para perdernos juntos y alejarnos del ambiente de guerra en las riberas del río Tapacalí.

Una mañana al bajar del cerro capturamos a un contra de uniforme azul que se rindió y entregó su Fal. En Tapacales estuvimos los exploradores desde septiembre hasta diciembre cuando fuimos a reforzar al Batallón 40-14 de León, en el cerro La Pedregosa y El Achiote, entre Mozonte y San Fernando, Nueva Segovia; lugar donde la contra le causó 18 bajas mortales a dicha unidad de reservistas y donde yo tuve la oportunidad de combatir al lado de un asesor militar cubano. Nuestros morteros eran efectivos porque el fuego lo dirigía el teniente Enrique Romero “Cerro Negro” hábil jefe de origen humilde y persona muy noble, quien actualmente se desempeña como taxista; siempre que nuestros morteros reforzaron a las tropas de infantería, después de las primeras 5 ó 7 salvas, la contra huía en desbandada.


En ese combate conocí y saludé a Carlos Fonseca Terán. Yo sabía que en el 40-14 andaba mi papá movilizado; pero no pude verlo; quizá fue mejor así; él estaba por otro sector.   Esa fue una de varias navidades o fines de año en que no estábamos reunidos en casa porque nos encontrábamos movilizados en diferentes tareas revolucionarias. Mi papá, uno de los primeros guerrilleros del FSLN, que estuvo en Cuba con Carlos Fonseca Amador, Tomás Borge Martínez y Silvio Mayorga Delgado; que junto con Edén Pastora fue miembro del Frente Revolucionario Sandino y que dirigió la primera escuela político-militar clandestina localizada en Casa Colorada, Managua, de acuerdo a “La paciente impaciencia” de Borge Martínez, muchos años después andaba combatiendo junto al hijo de Carlos Fonseca Amador; y yo estoy también ahí, en el mismo escenario, como parte de la nueva generación de revolucionarios.

Fonseca Terán escribirá 23 años después en el prólogo del libro “Antisistémico”, lo siguiente: “Conocí a Lenín Fisher,…en los años ochenta, y el primer recuerdo
sólido que tengo es el de un niño –como dos años menor que yo- con uniforme verdeolivo, un fusil y los pertrechos correspondientes;…nos tocó estar una vez en un mismo combate, el del Cerro El Achiote,…imposible resistir la tentación de decir que fue histórico por ser la primera vez que se usó el complejo coheteril BM-21, mejor conocido como Katiusha con una potencia de fuego nunca antes conocida en las guerras del hemisferio occidental…”

Cuando mi hermano Malcolm estaba en Mulukukú, Vladimir lo fue a visitar acompañado de dos amigos (Orlando Betanco Montalván “El Nuco” y Carlos Aragón López); la caravana de familiares fue emboscada por la contra matando e hiriendo a varias madres y soldados que escoltaban. Recuerdo muy bien esa tarde lluviosa de julio de 1984 cuando ví venir a mi hermano con sus dos amigos caminando, sucios, empapados, después de haber sufrido esa traumática experiencia de ser víctimas civiles de una emboscada contrarrevolucionaria.

Asimismo, recuerdo la tarde de septiembre del mismo año cuando al regresar de clases de la Facultad Preparatoria (proyecto de secundaria acelerada para los hijos de obreros y campesinos), abrí la puerta de la casa y al entrar me sorprendí al ver a Malcolm herido con múltiples charneles en su cuerpo y parcialmente vendado; una granada de M-79 (llamado popularmente “mono”) le hirió durante un combate. Todos mis hermanos y mi papá defendieron la Revolución. Al saber que Nicaragua había ganado, en junio de 1986, su demanda contra Estados Unidos en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, nos llenamos de esperanza; pero la soberbia del imperialismo escupió sobre el Derecho Internacional y lo único que nos quedaba era seguir defendiendo la Revolución.


En la temporada de café de 1985-1986 estuvimos estudiantes de la Facultad Preparatoria de León, en la hacienda El Carmen, Nueva Segovia. Durante esa temporada no corté ni una sola lata de café porque era miembro de la compañía de seguridad compuesta casi por 100 jóvenes de nuestra facultad y del Instituto Técnico La Salle.

Más de setecientos muchachos pelones en formación, era algo sencillamente impresionante. Empezamos así, pelonéandonos unos a otros, el entrenamiento de lucha irregular de 45 días de duración, dirigido por instructores cubanos. Tres días antes de llegar a Mulukukú, le insistí a una muchacha leonesa, que reiniciáramos nuestra relación de novios adolescentes, como cuando teníamos 14 y 15 años. Ahora teníamos 18. En la adolescencia terminamos porque sus padres no querían que su hija tuviera novio. Ella tenía otra pareja. Su respuesta fue no. Sólo logré un beso de despedida porque yo le conté que al día siguiente me incorporaría al Servicio Militar Patriótico (SMP). Era agosto de 1987. Empezaba el segundo semestre del primer año de la carrera de medicina.

El último día de entrenamiento en Mulukukú, un instructor cubano nos habló de la diferencia entre los combatientes de Angola y los de Nicaragua.  Nos dijo: ustedes los nicas son valientes, pues son los que luchan directamente y defienden su país.  En Angola, eran los cubanos los que tenían que pelear contra el enemigo porque los angoleños se corrían fácilmente y dejaban solos a los cubanos. Ahora sabemos que, la presencia del ejército cubano en Africa fue decisiva para la caída del Apartheid.

Una ametralladora PKM fue la primer arma que recibí en el Batallón de Lucha Irregular ¨Ramón Raudales¨, en septiembre de 1987. Me la entregó, un combatiente que tenía como apodo PKM; él era un buen combatiente, valiente, osado. El día que salimos a la primer misión, PKM desarmó, limpió y armó la ametralladora. Tuvimos el primer combate después de haber caminado durante un día, desde que salimos de la comarca La Patriota, en Río Blanco, Matagalpa.

Nuestro pelotón tuvo que maniobrar, correr y subir lomas. Hubo momentos en que sólo tres de la escuadra de diez, llegamos a la cima de las lomas. En diferentes cruces de caminos colocamos la ametralladora lista para disparar a los contras que escaparan.  Al final, dos contras iban corriendo cerro abajo y me ordenaron dispararles. Pero la ametralladora no disparó después de tres intentos que yo hice. Entonces, mi jefe de escuadra, llamado Carlos y apodado PKM, me quitó la PKM e intentó disparar dos veces, pero no pudo. En ese momento recordó que él había limpiado el arma y concluyó que no colocó la aguja percutora, la cual se había extraviado en La Pedrera (lugar del puesto de mando del batallón).

Yo comencé a llorar porque sabía que faltaban por lo menos nueve días para que la misión terminara y como ya había participado en combates en 1983 y 1984, entonces reconocía el peligro de andar con un arma pesada que no funcionaba. Y temía que los mandos creyeran que yo intencionalmente había perdido la aguja percutora y decidieran sancionarme. Y peor aún, tenía miedo de ser capturado por la contra. Entonces, tomé un fusil AK-M de uno de los heridos, con todas sus municiones. Mi carga fue el fusil y la ametralladora, con sus municiones respectivas, y además ayudé a cargar a los heridos y a un compañero muerto en combate, que apenas tenía pocos días de haberlo visto.

Al reogarnizarnos y reabastecernos, el jefe de compañía decidió quitarme la ametralladora.  Y nunca más me asignaron un arma pesada, solamente mi fusil. PKM, en una plática a solas conmigo, me pidió sinceramente disculpas por haber extraviado la aguja percutora. Ese descuido singular pudo costarme la vida a mí, a él y a varios de mis compañeros. Además de disculparse, dijo algunas otras cosas como que durante la primer misión, yo me había portado valiente y que había hecho un gran esfuerzo, demostrando buena condición física durante el combate y a lo largo de la misión.  Esas dos expresiones fueron de las más sinceras que recibí durante la guerra y de las que guardo un grato recuerdo, pues fueron para mí como medallas ganadas, que me llenaron de orgullo. Después tuvimos muchos otros combates.

Al cumplir el SMP me reintegré al segundo semestre del primer año de Medicina, en 1989, lo cual me permitió ser compañero de clases de quien después fue mi novia y actualmente mi linda esposa,  una mujer inteligente, honesta y trabajadora.

El 25 de febrero de 1990 mi padre, mis hermanos y yo votamos por el FSLN. En la noche, escuché el reporte de la primera junta receptora de votos: ganaba abrumadoramente el Frente Sandinista; pero lo peor estaba por venir. Me dormí temprano y confiado; pero al despertar a las cinco de la mañana recibí una de las peores noticias de mi vida: el FSLN había perdido y estaba por reconocer los resultados electorales en los que una coalición de politiqueros financiados por los Estados Unidos eran los virtuales ganadores. El impacto emocional de esa derrota, después de entregar tantas vidas y esfuerzos defendiendo la Revolución, se reflejó primeramente en llanto y rabia. Marchamos los jóvenes sandinistas con nuestras pañoletas rojinegras y camisetas negras con la propaganda triunfalista que decía: “Ganamos…y adelante”. El trágico drama de perder el poder revolucionario con los votos cuando en el frente de guerra la contrarrevolución estaba estratégicamente derrotada.

Luego, la agonía de la espera del 25 de abril, fecha en la que el FSLN entregaría el poder. Antes de que esto último ocurriera, hubo elecciones estudiantiles y yo fui el candidato por la Juventud Sandinista 19 de Julio para presidir la Asociación de Estudiantes de Medicina de la U.N.A.N.-León; ganamos con el 60% de los votos. Empezamos así, la resistencia contra lo que advertíamos -aunque muchos no nos creían-, sería la ofensiva neoliberal privatizadora, verdadera contrarreforma conservadora a favor de la poca gente rica del país, que duraría 17 años.

Finalmente, este es el testimonio de quien vivió la mayor parte de la Revolución Nicaragüense cuando era niño, adolescente, joven. No es testimonio de las acciones más heroicas como las realizadas por las tropas especiales, los agentes secretos o los que derribaron aviones y capturaron pilotos gringos. No es el testimonio de un Cid Campeador; ni el relato de un héroe de aquellos que antes de morir dicen frases extensas; ni de quien recibió alguna medalla u orden como reconocimientos. Es simplemente, la experiencia vital de un niño común que tuvo el privilegio de ver triunfar una Revolución armada y de crecer en ella; y por sobre todas las cosas de defenderla.

Lenin Fisher